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Lo que Kleitman y Richardson buscaban en las profundidades de Cave Mamoth, en Kentucky, lejos de la luz del sol, el ruido del tráfico y cualquier otro estímulo que pudiera recordarles el frenético ritmo de la civilización era algo bien distinto: sueño. Su objetivo era dormir. Aunque siguiendo ciertas pautas, claro.


Todo para conocer mejor los ciclos del sueño y responder una pregunta en apariencia tan simple como complejo era su trasfondo: ¿Es imprescindible que nos rijamos por jornadas de 24 horas? ¿Tenemos los humanos un ciclo arraigado de 24 horas? ¿Podríamos ajustar nuestros ritmos circadianos si nos lo propusiéramos?


Objetivo: aislarse del mundo… y los días


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Kleitman estaba decidido a lograr respuestas. Y quería hacerlo además a su manera, en primera persona, experimentando con sus propias carnes o, dado el caso, con sus propias noches de sueño. Con semejante propósito decidió que él y Richardson se sometieran a un experimento que aún hoy, 85 años después, suele citarse en los «TOP 10» de pruebas científicas más delirantes de la historia.


Durante algo más de un mes —32 días, para ser precisos— ambos científicos permanecieron enclaustrados de forma voluntaria en la cueva de Kentucky para adaptarse a un día de 28 horas. Su intención era relativamente sencilla: en vez «vivir» siguiendo semanas con siete días de 24 horas, el profesor Kleitman y su ayudante intentaron ajustarse a otro formato algo distinto: de seis jornadas, solo que unas especiales, con cuatro horas más que las convencionales.


El experimento era peculiar. Las condiciones que requería, o que Kleitman consideró al menos como más propicias, también. Los investigadores querían adaptarse a los días de 28 horas en «condiciones uniformes de temperatura, iluminación» y sacando partido de la «tranquilidad de la cueva».

De ahí que optaran por Mammoth, a más de 42,5 metros de profundidad, un espacio sin luz natural, indicadores de si fuera amenecía o brillaba la luna y una temperatura constante de 12,2ºC. Quizás no fuese el laboratorio más cómodo del mundo, pero los científicos lo compensaron con la luz artificial que proyectaban las linternas, una mesa y una litera que los mantenía a salvo de las ratas de la cueva. En cuanto a su rutina, dedicaban diez horas al trabajo, nueve al ocio y otras tantas al sueño. La hora a la que se acostaban cambió también a lo largo del estudio.


La comida se la suministraban desde un hotel cercano a Mammoth Cave después de que Kleitman diera a sus responsables unas pautas muy precisas, con entregas basadas en el «tiempo en la superficie» y adaptadas a sus propios ciclos de sueño y vigilia. La primera comida se la servían de 1 p.m a 5 p.m o 9 am, en función del día del experimento. El personal que les entregaba las viandas y un mensajero encargado de llevar y recoger cartas fueron las únicas personas del mundo exterior con las que Kleitman y Richardson tuvieron contacto durante aquellos 32 días.


«La idea era ver cómo se podía generar el sueño en ausencia de las señales ambientales normales, especialmente la luz y temperatura», explicaba en 2016 Jerome Siegel, investigador del sueño de la Universidad de California, a la revista The Scientist. Uno de sus objetivos era estudiar la capacidad del organismo para adaptarse a un ciclo distinto al normal, de 24 horas, para lo que necesitaban, entre otras cuestiones, controlar cómo evolucionaba su ciclo de temperatura corporal.


Curiosamente y pese al ritmo autoimpuesto de 28 horas, los científicos constataron un ciclo de temperatura corporal de 24 h generado de forma endógena. Incluso sin señales externas —comprobaron— los cuerpos mantiene un ciclo de temperatura de 24 horas ligado con nuestra propia sensación de somnolencia.

No solo eso. La reacción de uno y otro, el profesor Kleitman y su ayudante Richardson, separados por una considerable franja de edad, resultó curiosa. Al primero, Kleitman, de casi 43 años, el cambio se le hizo un mundo. A pesar de los nuevos horarios, seguía sintiéndose cansado hacia las diez de la noche y despierto pasadas ocho horas. Su colega Richardmon, dos décadas más joven, pareció adaptarse mejor al cambio de patrón tras una semana en la cueva.


Sus hallazgos no se quedaron en un cúmulo de mediciones y una experiencia curiosa para el anecdotario de la historia de la ciencia. En 1939 Kleitman plasmó sus conclusiones en un libro titulado ‘Sleep and Wakefulness‘ y —recuerdan en The New York Times— no mucho después, durante la Segunda Guerra Mundial, echó mano de sus datos para recomendar que los soldados y operarios siguieran turnos regulares. Su objetivo: que sus cuerpos se ajustasen a un ciclo de 24 horas, lo que derivaría a su vez en un aumento de eficiencia al ejercer sus tareas.


La de la cueva de Kentucky quizás sea el experimento más curioso de cuantos protagonizó Kleitman, pero desde no es el único que demuestra su celo científico y hasta qué punto estaba dispuesto a llevar al extremo sus estudios. Extremo que no vacilaba en aplicar en sus carnes, como bien demostró en julio de 1938.


Años después de la prueba de Cave Mamoth, en 1948, Kleitman pasó dos semanas a bordo de un submarino para estudiar los patrones de sueño de los marineros y durante la década de los 50 experimentó con la privación del sueño hasta un extremo casi demencial: en una ocasión llegó a permanecer despierto durante 180 horas. «Llega el punto en que alguien confesaría cualquier cosa solo para poder dormir”, explicaba en declaraciones recogidas por The Guardian.


Sus palabras lamentablemente no se quedaron solo en eso y la privación del sueño se usó, efectivamente, como una forma de tortura a la que no dudaron en recurrir por ejemplo los agentes de PIDE en Portugal durante la dictadora de Salazar.


Imagen de portada: U.S. Government (Open Parks Network) y Renel Wackett (Unsplash)

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